Maldito [Misión: Roku Ginshô]

El sonido de la nieve cayendo y el paisaje afuera traía a Mukuro ciertas palabras a su mente, como si fueran el eco de algo más. Esa persona que iba con él, ¿quizás era lo que le faltaba? Era imposible de saber para el chico. La enfermera no tardó en volver, con una pequeña linterna dentro del batín y se agachó frente a Mukuro. Mientras la encendía y comprobaba que las pupilas del paciente seguían la luz, ella comenzó a hablar, probablemente intentando reconocer si había daños en la memoria.

-La nieve me gusta mucho-repuso ella, al verte mirar la ventana-¡aunque a veces me pillaba un buen catarro! Bien, procedamos. A veces los golpes en la cabeza dejan algunos pensamientos raros y lagunas en la memoria. ¿Me reconoces? Soy Sanae Hajime. ¿Recuerdas que cuando llegaste, venías muchas veces para exámenes? Para comprobar que te estabas curando bien. Al principio no podías ni pronunciar tu nombre, reaccionabas mal con sólo oírlo. Quizás de eso no te acuerdes, eras pequeño a fin de cuentas. Pero venir a Majinzawa te hizo mucho bien.

Las palabras eran como un cepillo que quitaban la nieve que cubría los recuerdos de Mukuro. Se encontró con el recuerdo de los médicos que su padre había pagado diciendo que había ocurrido un milagro con su caso. Y con el detalle curioso de que se había fijado en que Sanae siempre, tuviera la edad que tuviera su paciente, utilizaba el sufijo -chan.

-Por cierto, tus amigos estuvieron aquí, pero estabas dormido. Te trajeron esto, es un regalo para que te pongas bien-te percataste de que, en la mesilla de noche junto a tu cama, había un ramo de flores frescas, y una tarjeta con distintas firmas y dedicatorias-¡y casi se me olvida! Higanbana-chan me pidió que te diera este libro.

La enfermera lo sacó del otro bolsillo. Tenía las tapas algo gastadas, y ni siquiera tenía título. Sanae lo dejó junto a tus gafas, que también estaba en la mesilla de noche.

-Ahora resta 1000 menos 37...-Sanae se interrumpió al girar la cabeza.

Bajo el umbral de la puerta de tu habitación, había un anciano. Uno de aspecto muy poco saludable. Lo reconociste como Takeshi, un hombre mayor cuyos hijos le habían dejado completamente solo al notar que ya no se podía valer por sí mismo. Como caso especial, se le había dejado permanentemente ingresado en el hospital..

Sanae puso voz de regaño infantil.

¡Pero bueno, Takeshi-chan! Es la hora de su siesta. No puede andar por ahí deambulando solo..

El hombre no reaccionó. Aunque era lo normal, lo que sí no era normal era que miraba fijamente a Mukuro, con atisbo de concentración. Las otras veces que alguna vez Mukuro se lo topó, tenía la mirada de un vegetal. Pero ahora había… ¿miedo?

Alzó el brazo con lentitud, señalando al paisaje que mostraba la ventana.

Sanae reconoció en voz baja.

-Desde hace un tiempo está inquieto. Y mucho peor… una lástima, creo que mejoraba poco a poco. No sé qué le pasa pero… da un poco de angustia.

La chica suspiró, y poniendo los brazos en jarra, dijo con expresión animada:

-¡Ya que tiene tanta energía daremos un paseo!-el anciano movió el brazo, como insistiendo en lo que señalaba, y emitió un gemido pero sin apartar esos ojos amarillentos de ti-No puede salir afuera, ni usted ni Mukuro-chan. Afuera hace frío. Cuando haga buen tiempo, pasearemos un rato, ¿de acuerdo, Takeshi-chan? Ahora mismo termino con Mukuro-chan, y vamos a la sala de rehabilitación a ejercitar.

Era como si le hablase a una pared.

-Continuaremos mañana, Mukuro-chan. Hoy te quedarás ingresado, toda la noche, y depende de cómo amanezcas, veremos qué tal. Como tus padres no están, no creo que debas quedarte solo tras haberte dado tal golpe. No te olvides de llamar a tus padres, están preocupados. ¡Me hicieron prometer que en cuanto estuvieras consciente, hablarías con ellos! -Sanae sacó un móvil muy viejo y lo dejó sobre la cama. Era un modelo muy viejo, pero en Majinzawa sólo el reducido personal del hospital tenía, así que era “tecnología punta”. De hecho en el pueblo, sólo había 3 teléfonos. Uno en el hospital, otro en la comisaría y una cabina a las afueras del pueblo que funcionaba regular-Si necesitas estirar las piernas puedes caminar por el hospital, aunque afuera hace frío, y suficiente frío cogiste cuando caiste al agua. A las diez vendré a comprobar que estás acostadito antes de apagar las luces y… y….

Se quedó callada, mirando por la ventana. Notaste que temblaba. Miedo contenido.

-... y a cerrar las cortinas de la ventana. Se supone que la sacerdotisa saldrá a llevar a los lobos al bosque, pero...

Se interrumpió a sí misma.

-Perdona, no debería preocuparte así, teniendo en cuenta que Higanbana-chan y tú estáis tan unidos. Pero, cuando vino, verla con esa máscara y esa indumentaria… era aterradora. Aún así, estoy segura de que estaba preocupada por ti; hacía años que no utilizaba esa ropa.

Higanbana. Enseguida el nombre fue asociado a una cara y a unos recuerdos. Claro que era importante. Además, Mukuro tendía a sentir un poco de desagrado al pensar que debía llevar a cabo un ritual en mitad de la noche, exponiéndose así. Y como esa, muchas otras costumbres y ritos que eran muy inhumanos. Encerrarse en Invierno en una cámara durante el día, y sólo salir de noche para realizar una tétrica marcha, a merced del frío y de cualquier peligro. Si tenía que abandonar la cámara cuando el sol seguía vivo, era con una indumentaria muy especial… aunque Mukuro jamás la habías visto con esa indumentaria.

Pero la primera cosa que aprendió Mukuro fue que Majinkawa era un lugar donde esa y otras costumbres eran sagradas, y que los que expresaban dudas en cuanto a su efectividad y grandeza eran objeto de habladurías y sabotaje social.

-Ahora céntrate en recuperarte, Mukuro-chan. Yo iré a ayudar a Takeshi-chan-Sanae caminó hasta Takeshi, agarrándolo por los hombros con suavidad y caminando a paso lento con el anciano.

Mukuro abrió el libro. La caligrafía estaba cuidada y la reconociste al instante; era de Higanbana, así que había escrito ella misma el libro a mano, probablemente sólo era la transcripción de alguna historia. Era bastante sorprendente, pero cuando uno hablaba con ella, se daba cuenta de que en muchos casos, a pesar de saber escribir con unos trazos estilizados y precisos, Higanbana no comprendía lo que escribía, a menos que fueran esas historias que se repetían en el pueblo y otras que sólo conocía ella por su título de sacerdotisa. También estaba acompañado de ilustraciones que deberían ser perfectas… pero lo cierto es que a Higanbana se le daba mucho mejor la caligrafía que el dibujo.

Sin embargo, apenas pasaste una página, Mukuro se percató de que algo abultaba entre las páginas y de hecho se deslizó y cayó al suelo. Era un rosario de perlas. Benkei. ¿Benkei? ¿Qué podía ser eso? Mukuro sentía que era familiar pero que era algo que jamás debería encontrar en Majinzawa. Benkei.

Aún así, Mukuro no ignoró el contenido del libro. Era la historia de un guerrero, que caminaba en mitad de una noche eterna, y que tras hacer seis largos viajes, conseguía hacer que, finalmente, amaneciera. Pero tenía algo extraño. Estaba el comienzo y el final. Pero no el medio.

“En una tierra más allá de nuestra vista y oídos, había un guerrero errante. Sus pasos resonaban en un mundo muerto y frío, sumido en una noche eterna sin luna ni estrellas. Solo y roto, el guerrero recordaba que antaño, un astro iluminaba sus pasos y calentaba su cuerpo. El sol. Seis viajes emprendió.”

Páginas en blanco. En la última se hallaba el final:

“Y tras todos estos viajes, con lágrimas calentadas por ese astro que buscó, el guerrero pudo pasar al otro mundo, dejando atrás las sombras.

Para siempre.”

¿Acaso era una forma de metaforizar la muerte del guerrero? Era una historia que daba lugar a un amplio margen de interpretación. Pero lo más extraño eran esas páginas en blanco.

Pensando en ello, fue a la habitación del anciano, Mukuro buscó un rincón para esconderse. No era difícil dado lo desordenada que estaba la habitación. Había todo tipo de papeles y desperdicios desperdigados. Además, los muebles estaban completamente movidos, tirados. ¿Había sido el propio Takeshi? Parecía imposible, aquel hombre senil no podría tener una fuerza tan descomunal para tirar armarios y mesillas. Otra posibilidad era que hubieran acomodado a aquel pobre anciano en un cuarto de almacén, y de ahí que la habitación estuviera en tales condiciones. Sin embargo, Mukuro pudo ver otro detalle completamente fuera de lugar, teniendo en cuenta que estamos hablando de la habitación de un anciano senil. La cama tenía correas. Y no sólo para los brazos, sino para las piernas e incluso para el torso. Era una exageración, teniendo en cuenta la salud de Takeshi.

-Si vuelve a levantarse, tendré que atarlo. A ninguno de los dos nos gusta eso, ¿verdad, Takeshi-chan? Bébase su zumito tranquilamente y sea bueno, tengo mucho trabajo hoy-dijo Sanae, ayudando al anciano a entrar en la cama y tapándolo, antes de darle un brick de zumo sin tapón ni pajita. Revisó las correas, como si, a pesar de lo dicho, se arrepintiera de no ponérselas. Parecía nerviosa. Buscó por debajo del colchón, e incluso lo abrió y metió la mano entre la espuma.

Al ver hacia dónde dirigía la enfermera la mirada, te diste cuenta que entre una gran cantidad de fármacos había una foto ya vieja y maltrecha, de Takeshi con sus hijos. Sanae la cogió, e hizo el ademán de romperla. Takeshi comenzó a gemir, como indicándole que no lo hiciera, rogándoselo.

-Ellos ya no están-la enfermera dijo esto muy friamente y dejó la foto en el regazo del anciano, que comenzó a mirarla.

Apenas la enfermera se fue, empezó a llorar, mirando la foto. Era probable que les echase de menos, a pesar de los años pasados. El anciano no tardó en levantarse de nuevo. Hacía un esfuerzo por retirar las que a ti te parecían finas sábanas, pero que para él eran pesadas mantas. Caminó lentamente hasta la ventana, y pegó la frente al cristal.

-León viejo, león viejo, león joven, león joven…-comenzó a musitar.

Y de manera muy repentina, el hombre echó hacia atrás la cabeza, antes de golpearse con bastante fuerza contra el marco de la ventana. Se provocó una brecha pequeña de la que comenzó a brotar sangre.

Takeshi se llevó la mano a la brecha, con una sonrisa ida, y se lamió los dedos. Podías probar a preguntarle lo que quisieras, aunque ese hombre parecía responder más a estímulos que a las palabras.

El anciano pareció reconocer la palabra ventana en cuanto salió de los labios de Mukuro. Lo miró unos instantes antes de señalar el exterior y poder balbucear: “Sal...sal…”. ¿Trataba de decir “salir”? Parecía que cada palabra le costaba mucho esfuerzo.

Regresó hasta la cama. Por un momento, parecía que no iba dar ninguna respuesta más y que el rosario le resultaba irrelevante, porque simplemente se sentó en el borde de la cama tras olfatear levemente el aire. Sin embargo, tras unos segundos cogió la foto, señalándola y enseñandosela a Mukuro, como si quisiera relatar una anécdota.

<table style="background:#AE9588;"><tr><td></td><td>—Fa...familia…—Mukuro pudo fijarse en que eran dos adolescentes quienes acompañaban a un Takeshi más joven pero que evidentemente mostraba signos de empezar su declive. Eran demasiado jóvenes para ser los hijos de Takeshi, de hecho, era más probable que se tratase de sus nietos—Su madre…</td></tr></table>

Agitó la fotografía. Quizás trataba de decir que era la madre quien la hacía, que estaba tras la cámara. Luego señaló a ambos adolescentes, afirmando vehementemente: “Leones jóvenes, leones jóvenes.”

Se quedó callado. Evidentemente se había acordado de las palabras de Sanae:

<table style="background:#AE9588;"><tr><td></td><td>—No están. No están—luego volvió a mirar a Mukuro—Leones jóvenes. Quisiera…</td></tr></table>

Después de eso, no dijo nada más. Sólo se balanceaba arriba y abajo y gimiendo. Casi por casualidad, y al levantarse por los movimientos un poco la manga, Mukuro vio entre aquella piel arrugada y manchada un golpe. Un moratón, y parecía reciente. Es más, a la altura del cuello, había otro, este de un tono verdoso. Quizás se lo había hecho él, ya Mukuro había sido testigo de cómo se autogolpeaba, pero, ¿por qué no se los trataban?

Mukuro conocía perfectamente el camino al jardín. Un par de personas en el vestíbulo lo saludaron educadamente al pasar antes de seguir esperando a que probablemente Sanae los atendiera. Las tablillas de madera llevaban hasta un pequeño balcón de madera sobre el lago y su flora. Aún había un poco de verde en algunos puntos, y aunque el agua debía estar condenadamente fría, el lago no se había congelado. Durante el trayecto, Mukuro tuvo que aferrar el brazo del anciano, porque este se movía dando tumbos y lo único que separaba la caída al lago de las pasarelas de la valla era una cuerdecita atada a postes a modo de baranda y algunas rocas. Era comprensible por qué no dejarían a un convaleciente caminar solo; tenía todas las posibilidades de caerse al lago si se desequilibraba.

Aún así, el paisaje despertaba sensaciones agradables en Mukuro. Quizás porque asociaba algún buen recuerdo en el lugar en un momento de debilidad o simplemente, porque el paisaje y la estructura en general, aunque poco práctica para un enfermo, era bonita y no daba la sensación de ser el jardín de un hospital, sino simplemente, un jardín.

Sobre la estructura de madera, había alguien que observaba el lago. Era un hombre de mediana edad, alto y de pelo cano, aunque de constitución fuerte en contraste al enjunto cuerpo de Takeshi. Llevaba un batín, y sostenía un vaso de plástico con líquido que humeaba en su interior. Por su indumentaria y pequeños fogonazos más que recuerdos, supo que aquel hombre era parte del personal de la clínica, un doctor. El único del pueblo. Era de las pocas personas que intentaba encontrar un equilibrio entre sus creencias como habitante del lugar y las explicaciones científicas, aunque no iba dando lecciones sobre la poca relación que había entre la ejecución de un baile de la sacerdotisa y el crecimiento de las cosechas por motivos evidentes. Sin embargo, no se podía negar que en determinadas ocasiones había hechos en el pueblo muy peculiares que podían pasar y ser inexplicables hasta cierto punto. Aún así, era casi  como un pacto silencioso con aquellas gentes en el que, por ser el único doctor cualificado del pueblo, se hacía la vista gorda ante su escepticismo, siempre y cuando lo mantuviera en privado, Ver al hombre le hizo recordar esos detalles de su personalidad -aunque no su nombre- a la vez que se encontró con una intuición extraña; su mente no paraba de decirle que había hechos extraños que rodeaban un fenómeno con la nieve. Al intentar concretar qué era, sentía como si alguien pintarajease rayajos en su mente con tiza, lo cual era muy desagradable, rayando lo doloroso a cuanta más insistencia ponía Mukuro en intentar ahondar en ello.

El doctor se dirigió a Takeshi, con tono cordial:

—¡Qué bien, Takeshi! ¿Tiene un nuevo amigo?—por supuesto, el anciano senil no respondió. Parecía demasiado absorto observando el paisaje.

El doctor pasó a mirar a Mukuro, extendiendo la mano hacia él y dándole un apretón. Para ser también un anciano, fue un apretón fuerte y vigoroso.

—Me alegra verte entre los vivos. Hay quien ya te preparaba una tumba en el cementerio, Mukuro. Pero no tientes a la suerte exponiéndote demasiado al frío, ¿de acuerdo? Sanae me comentó que tu memoria sigue algo tocada así que debes sentirte confuso. Por si no te acuerdas, soy el doctor Hiraneki. Tu doctor, y el de todo el pueblo. Justo me estaba dando un descanso.

El anciano doctor oteó el cielo, examinando las nubes:

—Es muy amable de tu parte pasear con Takeshi, Mukuro; está el pobre muy solo. Aún así no os quedeis mucho tiempo aquí fuera. “Colmillo blanco” se nos va a echar encima de un momento a otro, a juzgar por esas nubes. Es curioso, no sucedía desde que yo era más jóven; creo que de hecho en el año en el que apareciste aquí. Aunque también sucedió mucho antes.

¿Ése era un nombre para definir a las grandes tormentas? El hecho no pasó desapercibido. Una gran tormenta que dejaba muertos por hipotermia de hecho y que había llenado la sala de cadáveres. Había sido una mala casualidad en un pueblo demasiado supersticioso tu presencia y esa gran tormenta sucediesen.

—Procura pedir mantas extra. Esperemos que esta vez no traiga tanta desgracia. Hay quien piensa que tiene que ver con lo que ha pasado en el templo, y con los lobos.

El doctor apuró el vaso de plástico.

—¿Os puedo ayudar en algo, o sólo queríais tomar el aire?

*  *  *
Off: Puedes preguntar aquello que creas pertinente. Tienes aproximadamente este post y otro más para seguir investigando, o puedes parar e ir a la cama. Una vez lo hagas, te daré la siguiente palabra prohibida.

Como tarea extra, tienes que:

-Explicar por qué a Mukuro le parece agradable el sitio, de manera completamente libre, ya sea por un recuerdo que te suceda allí o algo.

-Relacionar la tormenta con tu condición de maldito y opinar sobre tu presencia y la coincidencia de que la gran tormenta “Colmillo blanco”. Además, durante dicha tormenta, los ataques de los lobos a la gente se incrementó.

—Veamos… es un fenómeno que lleva dándose desde la fundación del pueblo, según sé, así que es probable que en el templo haya escritos sobre ello, aunque me temo que todos desde un prisma… no científico. Sucedió cuando tú tenías unos cinco o seis años—obvió cómo el pueblo ya entonces comenzaba a hablar de cómo Mukuro era alguien extraño, adjetivo que pasaría a ser la condición de maldito que tantos problemas le había traído, al menos hasta que Higanbana le visitó para agradecerle su buena acción. Comprensiblemente, Hiraneki parecía incómodo por tener que hablar precisamente con Mukuro de esas épocas—Pero según las leyendas que yo oía, “Colmillo blanco” es un ente que despierta cada cierto tiempo, y que trae “hierro gélido a las fauces de las bestias y sed de sangre”. Se dice que “Colmillo blanco” es tan temible que hasta los propios lobos intentan darles tributos humanos y que por eso atacan y secuestran a las personas del pueblo. Por supuesto, es sólo una leyenda. Por ejemplo, lo del hierro en las fauces tiene una sencilla explicación: los lobos de este lugar tienen una forma en los dientes algo distinta y eso provoca que las heridas por sus mordiscos sean muy pintorescas, ya que tienen la forma similar a una herida hecha por una sierra.

Puso gesto triste, y miró a los lados. Quería evitar la pregunta sobre los nietos de Takeshi, como si la presencia del hombre lo incomodase, pero tras unos segundos observándolo mirar vacuamente a los lados, Hiraneki suspiró, y se decidió a hablar:.

—Sí. No fue exactamente por “Colmillo blanco”, pero fue un hecho muy trágico. Simplemente, esos chiquillos se aventuraron en el bosque y fueron presas de los animales salvajes. Principalmente, lobos. Quizás no haya nada como dicen las historias de una maldición, pero aún así, está demostrado que los lobos de este lugar son muy violentos y atacan a humanos con facilidad—te explicó—Desde ese momento, decidí que internarlo aquí era lo mejor; había desmejorado mucho su salud, quizás por el disgusto.

Parecía no estar contento de haber respondido, porque añadió, antes de que pudieras preguntar algo más:

—Bueno, debo volver al trabajo. No dejes a Takeshi solo aquí fuera, Mukuro—el doctor miró la simple cuerda que separaba el camino de la caída al lago—La próxima reforma que le haremos a la clínica, será poner aquí una barandilla.

El viento comenzaba a arreciar, cada vez más fuerte. Takeshi emitió lo que parecía una pequeña queja, por el frío probablemente, pero luego señaló hacia una dirección y volvió a decir aquello de: "Sal... sal...". ¿Querría dejar el hospital?

El balbuceo del anciano resultó útil, porque al intentar otear el punto al que señalaba, los ojos de Mukuro dieron con un pequeño camino. Era muy discreto, y para nada era cómodo de seguir; había que saltar la paupérrima valla y caminar entre las piedras, húmedas por el frío y aún con restos de nieve, con cuidado de que las orillas del lago no mojaran los pies de quien quisiera seguir. ¿Valdría la pena?

Mukuro dejó a Takeshi en su cama, sin atarlo. De alguna forma, parecía agradecido. Mukuro buscó entre toda aquella acumulación de muebles y material, y encontró un pequeño farol de aceite que por desgracia estaba roto. Quizás por el tiempo o para evitar que el anciano se autolesionase. Mientras recogía mantas para su estrategia para que no sintieran su ausencia, se percató de que Takeshi agarraba el farol y lo encendía. Hacía el amago de colocar la llama debajo de su brazo, como si de hecho, quisiera quemarse. Parecía que el viejo senil tenía la manía de infligirse daño cada vez que podía.

No pudo encontrar un cinturón, pero sí improvisar uno con bolsas y sábanas enrolladas entre sí que se ató a la cintura.

La fortuna sonrió a Mukuro, pues aunque no encontró una linterna sí que encontró una lámpara de aceite debajo de la cama, junto a un orinal, parecida a la encontrada en el antro en el que el anciano descansaba. Pero esta sí funcionaba. Serviría para que Mukuro no tuviera que caminar en la oscuridad completa cuando la noche terminara de echarse sobre él. Además Mukuro pudo encontrar la ropa que llevaba durante el accidente. Ya estaba seca y de hecho emitía un calor que evidenciaba que alguien se había tomado la molestia de ponerla junto a una estufa. Tenía algún que otro rasguño, deshilachado y sangre seca —probablemente las rocas afiladas la habían dejado así— pero abrigaba más que el batín del hospital. Además, aunque no fuera un cinturón per se, las sujeciones del vaquero agarraban el improvisado cinturón. Tomó todo aquello que fue reuniendo, por si lo necesitara, y finalmente comprobó desde una distancia media si el engaño de las mantas resultaba efectivo y se confundirían con su figura con la ayuda de la penumbra.

Estaba listo para irse. Su propia mente luchaba por convencerlo de que estaba haciendo una locura, en el fondo. Lo hacía por Higanbana, ¿no? ¿O es que se estaba tomando en serio aquella sensación de que algo no iba bien? ¿De que en realidad nada estaba bien desde el principio de su vida en aquel pueblo?

Mukuro cruzó la frágil vaya con sólo levantar la pierna. Las rocas resbalaban más de lo que parecía. Cuando Mukuro puso un pie en una de ellas, un gran trozo de nieve se deslizó. El sonido fue claro, incluso en el constante murmullo del viento de invierno. Plaf. Por un momento la nieve cayendo a las profundidades del oscuro lago, llamó la atención de Mukuro, sintiendo una especie de hormigueo extraño que sólo duró un momento, antes de seguir, ayudándose de las rocas de la ladera y el palo que le servía como defensa para equilibrarse y pasar con mucho cuidado, incluso aferrando los salpicados hierbajos que crecían en torno al lago. Algunos pinchaban un poco, pero era un precio a pagar para evitar que sucediera lo peor; caerse al agua. Perfectamente podría no contarlo si eso ocurría, porque el agua parecía estar terriblemente fría.

Una vez al otro lado de aquel sendero escondido —tuvo que apartar algunas matas y ramas que a lo lejos y a primera vista lo hacían parece un callejón sin salida— se percató de una cosa; aquello era muy antiguo, y probablemente, lo que sea que guardase el lugar, estaba hecho para caer en el olvido. Mukuro dudaba que ni el propio personal del hospital supiera que ese sendero —llamarlo así era un gran elogio— estuviera allí. El bosque no tardaba en espesarse.


Nieve; viento; las hojas. Los aullidos estaban ahí, lejanos. Era la letanía del invierno en su faceta más siniestra y amenazante, como si estuviera avisando de que la osadía de Mukuro era peligrosa. ¿Estaba el lugar confabulándose, poco a poco, para devolver a Mukuro a donde pertenecía? El joven podía ver su propia respiración como un vaho, y a la letanía invernal se unía sus propios jadeos y respiraciones, provocados por el frío. Poco a poco, se encogía por el frío. Sus párpados pesaban, cada vez más. Mukuro no podía evitar bajar levemente la vista al suelo, en parte por esa pesadez en sus pestañas, en cuya negrura cuales se enredaban pequeños fragmentos blanquecinos de copos de nieve.

Fue al bajar la vista así que pudo verlo. Se sorprendió, de hecho, de no haberse dado cuenta antes. La nieve en ciertos tramos se rosaba, y eso sólo podía despertar preocupación. También había huellas de cánidos, claramente los lobos. Su presencia era paradójicamente cercana a pesar de que se oía en la lejanía. Sangre. ¿Era sangre? Lo era.

¿Sería la víctima una alimaña? Un conejo. A fin de cuentas eran lobos y tenían que alimentarse de conejillos, zorros y demás. Eso explicaría que no fuera un largo y denso rastro, sino que a ciertos puntos aparecía. El camino comenzó a hacerse más definido, bordeado de árboles, Mukuro pudo contemplar que en algunos de ellos, viejos papeles con kanjis desconocidos estaban pegado a algunos árboles.

Incluso había un cartel, completamente lleno de nieve. Pero curiosamente, aunque costaba, podía leerse. Era como si un espíritu bondadoso eliminara la nieve para no pasar por alto el cartel. Era un mensaje muy críptico, que por escéptico que fuera, logró ponerle nervioso.




¿Es que alguien había pasado y había encontrado la muerte? ¿Por eso la nieve rosada? No, tenía más probabilidades de ser una alimaña. Al fin de al cabo, alguien vivo gritaría. Pero los muertos no gritan. ¿Era alguien ya muerto? ¿O era una visión profética?

"¿He muerto?" llegó a preguntarse. A ese punto, el chico se dijo que tenía que calmarse. ¿Por qué se le disparaban todo tipo de pensamientos que no solía tener? ¿Por qué la idea de los demonios se le hacía factible? ¿Por que se sentía indefenso? Y solo. Una sensación de devastadora soledad le invadió. Como un niño sin calor. A merced de demonios con forma de bestias. ¡Sí, esos lobos! No se podían combatir con un palo, y Mukuro se arrepentía. Estaba en pie, delante del cartel, mirándolo con gotas de sudor que apenas tocaba la atmósfera se congelaban. Se sentía en una espiral extraña que le estaba cerrando la garganta con un grueso nudo.

¿Maldito?

Maldito.

呪われた

フローズン

呪われた

オオカミで食べる

呪われた

悪魔に拉致された

湖に投げ込まれた

Mukuro volvió sobre sus propios pasos. Una mirada a su alrededor le avisaba de lo peligroso que era cruzar bosque a través, a pesar de ser el camino recto más rápido para llegar a las calles de Majinzawa. Era curioso; como un corro, las colinas y los bosques rodeaban Majinzawa.
¿Era aquel lugar, un pozo sin salida? En su mente estaba la sacerdotisa, en cierta medida dándole fuerza.

Sin embargo, era más seguro escabullirse por la zona del hospital. Y cruzar de nuevo el odioso lago helado.

Cuanto más se aproximaba al lago, todo parecía más tranquilo. Majinzawa parecía abrazarle en su seguridad, decirle que estaría bien. La superficie del lago, negra por reflejar la noche, estaba completamente lisa. Ninguna onda en el agua perturbaba ese espejo ónice. Aún había ruido entre los matorrales pero las tenues luces del hospital eran cálidas y acogedoras. Mukuro se tuvo que ayudar con las manos para evitar dar un traspiés. El nerviosismo por estar en las proximidades del bosque y por la presencia de Colmillo Blanco era aún latente, aunque no tan fuerte como para hacerle perder los nervios.

Estaba a pocos metros de alcanzar la endeble valla. La última piedra, ningún tipo de tropezón. Estaba a salvo.

O eso creía. Demasiado tarde pudo distinguir la figura maltrecha de un anciano, que se limitaba a mirarle, antes de extender las manos hacia delante. No quería ayudarlo.

Aquel anciano senil lo había empujado al lago.

Fue como una dentellada fría. El agua se tragó a Mukuro, como una bestia voraz. Lo último que oyó antes de que su propio cuerpo quebrase la nocturnidad líquida, fue una risa desdentada... de gozo.

Cuando el cuerpo de Mukuro se sumergió, sintió que estaban teletransportándolo a la antesala de un infierno personal, que parecía querer disuadirle de nadar y ponerse a salvo. Fantasmas y demonios parecían vivir en ese lago, esperando. Personas... ¿muertas? ¿Recuerdos de personas muertas? Cuando abrió los ojos bajo el agua, vio que fuera, el anciano senil lo miraba caer.

Sin embargo, algo más cayó. ¿Había alguien más ahí? No sabía, la película líquida hacía que apenas pudiera ver nada.

Como fuera, Mukuro debía centrarse en evitar pasar demasiado tiempo en ese agua congelada. Estaba cerca de morir ahogado, congelado, o ambas cosas. Pero el problema es que no era una cuestión mental, por ser asaltado por todas esas ¿memorias? que no entendía. Era también físico. ¿Algas? O algo parecido lo agarraba y enredaba para impedirle nadar, pero cuando se fijó... pudo ver que era cabello. El cabello de alguien.

Se giró, y vio de donde venía. Como un ancla en el fondo del lago había en total tres cuerpos. Dos niños. Y una mujer. Eran cuerpos en descomposición, como si llevasen mucho tiempo allí y con un desagradable tono morado en su piel por el ahogamiento. La mujer, acariciaba con mimo las mejillas de ambos niños, daba la sensación de que era una cadavérica madre. Era su pelo el que te arrastraba. Los niños extendían sus manitas, como pidiendo que Mukuro se uniera a esa familia... y extrañamente, Mukuro sentía que quería que se uniera como un padre.

Parecía el final de Mukuro.

Sin embargo una ayuda vino de aquel acuoso cielo. Una espada; una mano desde la superficie intentaba alcanzar a Mukuro, y otra mano sujetaba una espada de madera, de kendo, tratando de ofrecérsela como arma. Mukuro podría alcanzarla, si conseguía resistir aquel asalto a su mente.